martes, 30 de abril de 2013

En el año de la Fe: San José


San José es modelo excepcional de vida de fe

Por Enrique Llamas
SALAMANCA, 30 de abril de 2013 (Zenit.org) - Con motivo de la festividad mañana de San José Obrero, ofrecemos un artículo de fray Enrique Llamas Martínez OCD, presidente de la Asociación Mariológica de España, que afronta la figura del padre de Jesús y esposo de María, con motivo del Año de la Fe.
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- En los primeros días del mes de octubre del año 2012 el Papa Benedicto XVI inauguró con solemnidad, o abrió el “Año de la Fe”, a la luz del documento Porta Fidei, invitando a la Iglesia católica, es decir: a los discípulos de Jesucristo, a vivir en profundidad, y con plena eficacia la fe cristiana. (Nota: el documento “Porta Fidei” precedió a la inauguración del Año de la Fe y sirvió de inspiración, pues el propio Papa lo cita). El gesto del Papa, y la importancia y la fuerza misma delestímulo avivó el interés de seguir sus consignas. A partir de ese acontecimiento, numerosos autores han publicado estudios sobre este tema, y breves comentarios a la enseñanza del Pontífice, para orientar y estimular los sentimientos del pueblo cristiano. Es una labor que complementa la ‘nueva evangelización’.
En esta labor hay que tener presente, según la recomendación de los Papas, que son más eficientes los testimonios que los discursos, los ejemplos más que los sermones; porque los ejemplos arrastran y las palabras se diluyen con el tiempo.
2º- San José, con su Esposa, la Virgen María, son los ejemplos más eminentes y más perfectos de la vivencia de la Fe. La Iglesia lo reconoce así, y nos da a conocer las razones y los motivos de su ejemplaridad, y nos indica también el camino para llegar nosotros a una imitación lo más perfecta posible.
Se habla y se escribe con frecuencia, y más en este Año de la Fe, de la ejemplaridad de los Santos Esposos de Nazaret, pero pocas veces se nos da a conocer lo más propio que debemos imitar de su ejemplaridad, y en qué debemos poner principalmente lo esencial de nuestra imitación.

martes, 23 de abril de 2013

A La Mitad del Año de la Fe


Publicado en www.celam.org/itepal


Han pasado ya seis meses del “año de la fe” y seguramente que muchas cosas hemos escuchado a propósito de esta celebración...

...quizás hemos participado en eventos que con este motivo se han organizado y tal vez hemos sido promotores de alguno o algunos de ellos. Y ya que en la vida cristiana se reconoce la importancia de la revisión de vida; en la oración, la necesidad del examen de conciencia y en los procesos de enseñanza aprendizaje lo indispensable de la evaluación, propongo quince preguntas para sondear qué tanto hemos aprovechado este tiempo especial de gracia:


1. ¿Vivo con más alegría al saberme destinatario del Reino de Dios?

2. ¿Escucho ahora con más atención, asiduidad y gratitud la Palabra?

3. ¿Cómo he cultivado la alegría y el entusiasmo del encuentro con Cristo?

4. ¿Qué estoy haciendo para desarrollar mi actitud de conversión permanente?

5. ¿Cómo se refleja el entusiasmo de mi vida de fe como camino que se ha iniciado en el bautismo y concluirá con el paso de la muerte a la vida eterna?

6. ¿Qué he hecho para reflexionar el acto con el que creo?

7. ¿Tengo más conciencia de mi fe y la he asimilado mejor?

8. ¿Cómo se manifiesta en mi vida cotidiana que he asumido que creer no es un privado “creo”, sino que implica la responsabilidad social de lo que se cree, “creemos”?

9. ¿Estoy confesando la fe trinitaria con más plenitud y renovada convicción, confianza y esperanza?

10. ¿Qué he hecho para renovar el compromiso de vivir y proclamar el proyecto de Jesús?

11. ¿Cómo he dejado ver que asumo, defiendo y proclamo que Dios siempre mantiene abierta la puerta de la fe para todos?

12. ¿He anunciado de forma creativa que este es un tiempo especial de reflexión?

13. ¿Estoy favoreciendo momentos para el redescubrimiento de la fe?

14. ¿He propiciado espacios para celebrar la fe y he contribuido a revitalizar los que ya existen?

15. ¿Cómo he contribuido a la renovación siempre necesaria de la Iglesia?

Sabemos que el año de la fe es tiempo especial de reflexión, de profesión y de celebración; sabemos también que estudiar, redescubrir y tomar conciencia de la fe en todas sus dimensiones nos brinda la oportunidad de aquilatarla, fortalecerla, asimilarla, reanimarla, purificarla, confirmarla, comprenderla y profundizarla.

Tenemos por delante seis meses más…

P. Andrés Torres

viernes, 19 de abril de 2013

El pensamiento sobre bioética y ecología del papa emérito Benedicto XVI


Publicado por dos investigadores de la CEU-UCH en ediciones Palabra
Por Redacción
MADRID, 19 de abril de 2013 (Zenit.org) - Ediciones Palabra acaba de publicar el libro Benedicto XVI habla sobre vida humana y ecología, en el que han participado los investigadores de la universidad CEU-UCH Emilio García Sánchez y Alfonso Martínez Carbonell. Desde los ámbitos de la bioética y la ecología, así como desde la teología y el derecho, los autores resaltan en este libro los puntos centrales que ofrece el pensamiento de Benedicto XVI sobre la dignidad de la vida humana y el respeto por la naturaleza. Hoy, 19 de abril, se cumplen ocho años de su elección como Papa, en 2005.
Los más de veinte textos, reunidos en Benedicto XVI habla sobre vida humana y ecología, han sido seleccionados por los profesores Emilio García Sánchez, de la CEU-UCH, y Pablo Blanco, de la Universidad de Navarra, como editores de la obra. Los textos son comentados por ellos mismos, por monseñor Mario Iceta, obispo de Bilbao, y por el profesor de la CEU-UCH Alfonso Martínez-Carbonell.
La obra recopila en un mismo volumen los mejores discursos, intervenciones y escritos en los que el papa emérito ha expresado su interés y preocupación por estos temas de actualidad durante sus ocho años de pontificado. Desde el ámbito de la bioética, la ecología, la teología y la doctrina social de la Iglesia, se resaltan los puntos centrales del magisterio de Benedicto XVI sobre el valor de la vida humana y la función positiva del hombre en la creación, de modo que le lleve a vivir en armonía con la tierra.
Ecología del hombre
El profesor García Sánchez destaca la importancia que Benedicto XVI otorga a la ecología y al respeto del medio ambiente y cómo el papa condiciona este respeto a la actitud desarrollada por el hombre hacia la dignidad de la propia vida humana. “Benedicto XVI considera que el camino para romper con las actuaciones hostiles que el hombre y la sociedad industrializada ejecutan contra la naturaleza empieza por concienciar al hombre hacia un mayor respeto por la vida humana en todas sus fases”. El Papa emérito propone, según destaca el profesor de la CEU-UCH “una ecología del hombre como condición de eficacia de las políticas y de la propia educación ambiental. En definitiva, Benedicto XVI ofrece una estrategia bioética consistente en cuidar y respetar primero al hombre –al ecosistema humano-, para luego, o al mismo tiempo, cuidar y respetar a la naturaleza y al resto de especies”.
Por su parte, para Alfonso Martínez Carbonell resultan decisivas las claves y fundamentos teológicos y jurídicos que el Papa emérito ofrece para respetar la dignidad humana. El profesor de la CEU-UCH subraya “el valor sagrado que Benedicto XVI otorga a cada vida humana, que la convierte en la criatura más excelsa y digna de la creación. Al mismo tiempo, ofrece una sólida fundamentación jurídica del respeto por la vida, en la que califica a la dignidad humana como el mismo fundamento de los derechos humanos, un fundamento pre-político”. El profesor Martínez Carbonell destaca también en el pensamiento del Papa emérito “la importante correlación que ha de existir entre la ciencia y la fe, como el gran marco de su pensamiento; una armonía necesaria y fructífera también en la fundamentación bioética del respeto por la vida y la naturaleza. La ruptura de este diálogo comporta un coste gravoso para el desarrollo de la humanidad”.

Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA L JORNADA MUNDIAL
 
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
21 DE ABRIL DE 2013 – IV DOMINGO DE PASCUA



Queridos hermanos y hermanas:

Con motivo de la 50 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el 21 de abril de 2013, cuarto domingo de Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre el tema: «Las vocaciones signo de la esperanza fundada sobre la fe», que se inscribe perfectamente en el contexto del Año de la Fe y en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. El siervo de Dios Pablo VI, durante la Asamblea conciliar, instituyó esta Jornada de invocación unánime a Dios Padre para que continúe enviando obreros a su Iglesia (cf. Mt 9,38). «El problema del número suficiente de sacerdotes –subrayó entonces el Pontífice– afecta de cerca a todos los fieles, no sólo porque de él depende el futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este problema es el índice justo e inexorable de la vitalidad de fe y amor de cada comunidad parroquial y diocesana, y testimonio de la salud moral de las familias cristianas. Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y religioso, se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio» (Pablo VI, Radiomensaje, 11 abril 1964).

En estos decenios, las diversas comunidades eclesiales extendidas por todo el mundo se han encontrado espiritualmente unidas cada año, en el cuarto domingo de Pascua, para implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción pastoral y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que, al mismo tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente por insatisfacciones y fracasos.

¿Dónde se funda nuestra esperanza? Contemplando la historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento, vemos cómo, también en los momentos de mayor dificultad como los del Exilio, aparece un elemento constante, subrayado particularmente por los profetas: la memoria de las promesas hechas por Dios a los Patriarcas; memoria que lleva a imitar la actitud ejemplar de Abrahán, el cual, recuerda el Apóstol Pablo, «apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia» (Rm 4,18). Una verdad consoladora e iluminante que sobresale a lo largo de toda la historia de la salvación es, por tanto, la fidelidad de Dios a la alianza, a la cual se ha comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre la ha quebrantado con la infidelidad y con el pecado, desde el tiempo del diluvio (cf. Gn 8,21-22), al del éxodo y el camino por el desierto (cf. Dt 9,7); fidelidad de Dios que ha venido a sellar la nueva y eterna alianza con el hombre, mediante la sangre de su Hijo, muerto y resucitado para nuestra salvación.

En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida esperanza y rezar con el salmista: «Descansa sólo Dios, alma mía, porque él es mi esperanza» (Sal 62,6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente unidas. De hecho, «"esperanza", es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de
que en muchos pasajes las palabras "fe" y "esperanza" parecen intercambiables.

Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la "plenitud de la fe" (10,22) con la "firme confesión de la esperanza" (10,23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3,15), "esperanza"
equivale a "fe"» (Enc. Spe salvi, 2).
Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de Dios en la que se puede confiar con firme esperanza? En su amor. Él, que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo su amor, mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5). Y este amor, que se ha manifestado plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra existencia, pide una respuesta sobre aquello que cada uno quiere hacer de su propia vida, sobre cuánto está dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente. El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero alcanza siempre a aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta, por tanto, de esta certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Y este amor exigente, profundo, que va más allá de lo superficial, nos alienta, nos hace esperar en el camino de la vida y en el futuro, nos hace tener confianza en nosotros mismos, en la historia y en los demás. Quisiera dirigirme de modo particular a vosotros jóvenes y repetiros: «¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza!» (Discurso a los jóvenes de la diócesis de San Marino-Montefeltro, 19 junio 2011).

Como sucedió en el curso de su existencia terrena, también hoy Jesús, el Resucitado, pasa a través de los caminos de nuestra vida, y nos ve inmersos en nuestras actividades, con nuestros deseos y nuestras necesidades. Precisamente en el devenir cotidiano sigue dirigiéndonos su palabra; nos llama a realizar nuestra vida con él, el único capaz de apagar nuestra sed de esperanza. Él, que vive en la comunidad de discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a seguirlo. Y esta
llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús repite: «Ven y sígueme» (Mc 10,21). Para responder a esta invitación es necesario dejar de elegir por sí mismo el propio camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos. Significa entregar la propia vida a él, vivir con él en profunda intimidad, entrar a través de él en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo y, en consecuencia, con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con Jesús es el «lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y donde la vida será libre y plena.

Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado con él, para entrar en su voluntad. Es necesario, pues, crecer en la experiencia de fe, entendida como relación profunda con Jesús, como escucha interior de su voz, que resuena dentro de nosotros. Este itinerario, que hace capaz de acoger la llamada de Dios, tiene lugar dentro de las comunidades cristianas que viven un intenso clima de fe, un generoso testimonio de adhesión al Evangelio, una pasión misionera que induce al don total de sí mismo por el Reino de Dios, alimentado por la participación en los sacramentos, en particular la Eucaristía, y por una fervorosa vida de oración. Esta última «debe ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña constantemente a rezar correctamente» (Enc. Spe salvi, 34).

La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad cristiana, en la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo sostiene suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada, para que sean signos de esperanza para el mundo. En efecto, los presbíteros y los religiosos están llamados a darse de modo incondicional al Pueblo de Dios, en un servicio de amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella firme esperanza que sólo la apertura al horizonte de Dios puede dar. Por tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico, pueden transmitir, en particular a las nuevas generaciones, el vivo deseo de responder generosamente y sin demora a Cristo que llama a seguirlo más de cerca. La respuesta a la llamada divina por parte de un discípulo de Jesús para dedicarse al ministerio sacerdotal o a la vida consagrada, se manifiesta como uno de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a mirar con particular confianza y esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de evangelización. Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la predicación del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para el sacramento de la reconciliación. Por eso, que no falten sacerdotes celosos, que sepan acompañar a los jóvenes como «compañeros de viaje» para ayudarles a reconocer, en el camino a veces tortuoso y oscuro de la vida, a Cristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6); para proponerles con valentía evangélica la belleza del servicio a Dios, a la comunidad cristiana y a los hermanos. Sacerdotes que muestren la fecundidad de una tarea entusiasmante, que confiere un sentido de plenitud a la propia existencia, por estar fundada sobre la fe en Aquel que nos ha amado en primer lugar (cf. 1Jn 4,19). Igualmente, deseo que los jóvenes, en medio de tantas propuestas superficiales y efímeras, sepan cultivar la atracción hacia los valores, las altas metas, las opciones radicales, para un servicio a los demás siguiendo las huellas de Jesús. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de recorrer con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel gozo que el mundo no puede dar,seréis llamas vivas de un amor infinito y eterno, aprenderéis a «dar razón de vuestra esperanza» (1 P 3,15).

Vaticano, 6 de octubre de 2012
BENEDICTO XVI

martes, 16 de abril de 2013

San Damián de Molokai


San Damián de Molokai (Jozef van Veuster)
«Un ángel en el infierno»
Por Isabel Orellana Vilches
MADRID, 15 de abril de 2013 (Zenit.org) - Ante su vida enmudecen las palabras. Porque este gran apóstol de la caridad, que no abandonó a sus queridos enfermos, murió como ellos dando un testimonio de entrega conmovedor. Vino al mundo en Tremeloo, Bélgica el 3 de enero de 1840. Tenía manifiesta vocación para ser misionero. En las manualidades infantiles incluía de forma predilecta la construcción de casas que recuerdan a las que ocupan los misioneros en la selva. Su hermana y él abandonaron el hogar paterno con el fin de hacerse ermitaños y vivir en oración. Para gozo de sus padres, la aventura terminó al ser descubiertos por unos campesinos. Cuando tenía edad suficiente para trabajar, ayudó a paliar la maltrecha economía doméstica empleado en tareas de construcción y albañilería. También sabía cultivar las tierras. Era un campesino, y ese noble rasgo se apreciaba en su forma de actuar y de hablar. Tenía por costumbre realizar la visita al Santísimo y un día mientras se hallaba en su parroquia escuchó el sermón de un redentorista que decía: «Los goces de este mundo pasan pronto... Lo que se sufre por Dios permanece para siempre... El alma que se eleva a Dios arrastra en pos de sí a otras almas... Morir por Dios es vivir verdaderamente y hacer vivir a los demás». En 1859 ingresó en la Congregación de Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María de Lovaina.
Admiraba a san Francisco Javier y le pedía: «Por favor, alcánzame de Dios la gracia de ser un misionero como tú». La ocasión llegó al enfermar su hermano, el P. Pánfilo, religioso de la misma Orden, que estaba destinado a Hawai. Él iba a sustituirlo. A renglón seguido aquél sanó, favor que el santo agradeció a María en el santuario de Monteagudo. Ese día se despidió de sus padres a los que no volvería a ver. Inició el viaje en 1863. Fue una travesía complicada. Tuvo que hacer de improvisado enfermero asistiendo a los que se indisponían. Entre todos los pasajeros se fijó especialmente en el capitán del barco. Éste reconoció que nunca se había confesado, asegurando que con él habría estado dispuesto a hacerlo. Damián no pudo atenderle porque no era sacerdote, pero años después lo haría en una situación dramática inolvidable. Fue ordenado en Honolulu. Después, enviado a una pequeña isla de Hawai, su primera morada fue una modesta palmera. Allí construyó una humilde capilla que fue un remanso del cielo. Se convirtieron casi todos los protestantes. Comenzó a asistir a los enfermos; les llevaba medicinas y consiguió devolver la salud a muchos. En esa primera misión advirtió la presencia de la lepra, una enfermedad considerada maldita, una de cuyas consecuencias era el destierro. Los enfermos del lugar eran deportados a Molokai donde permanecían completamente abandonados a su suerte. Sus vidas, mientras duraban, también iban carcomiéndose en medio de la podredumbre de las miserias y pecados. Enterado Damián de la existencia de ese gulag en el que yacían desasistidas tantas criaturas, rogó a su obispo Mons. Maigret que le autorizase a convivir con ellos. El prelado, aún estremecido por la petición, se lo permitió. Damián no era un irresponsable. Sabía de sobra a lo que se enfrentaba, y dejó clara la intención que le guiaba: «Sé que voy a un perpetuo destierro, y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo».
Llegó a Molokai en 1873. Le recibió un enjambre de rostros mutilados. El lugar, calificado como un «verdadero infierno», estaba maniatado por desórdenes y vicios diversos, droga para asfixia de su desesperación. Le acogieron con alegría. Con él un rayo de esperanza atravesó de parte a parte la isla. No hubo nada que pudiera hacer, y que dejara al arbitrio. Lo tenía pensado todo. Puso en marcha diversas actividades laborales y lúdicas. Incluso creó una banda de música. Con su presencia desaparecieron los enfermos abandonados. A todos los atendía con paciencia y cariño; les enseñaba reglas de higiene y consiguió que, dentro de todo, fuese un lugar habitable. A la par enviaba cartas pidiendo ayuda económica, que iba llegando junto con alimentos y medicinas. Era sepulturero, carpintero de los ataúdes y fabricante de las cruces que recordaban a los fallecidos. Además, hacía frente a los temporales reconstruyendo las cabañas destruidas. El trato con los enfermos era tan natural que les saludaba dándoles la mano, comía en sus recipientes y fumaba en la pipa que le tendían. Iba llevando a todos a Dios. Las autoridades le prohibieron salir de la isla y tratar con los pasajeros de los barcos para evitar un contagio. Llevaba años sin confesarse y lo hizo en una lancha manifestando sus faltas a voz en grito al sacerdote que viajaba en el barco contenedor de las provisiones para los leprosos. Fue la única y la última confesión que hizo desde la isla. Un día se percató de que no tenía sensibilidad en los pies. Era el signo de que había contraído la lepra. Escribió al obispo: «Pronto estaré completamente desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy sereno y feliz en medio de mi gente». Extrajo su fuerza de la oración y la Eucaristía: «Si yo no encontrase a Jesús en la Eucaristía, mi vida sería insoportable». Ante el crucifijo, rogó: «Señor. por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el cuerpo, pero me alegra el pensar que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra, estaré más cerca de Ti para el cielo». Cuando la enfermedad se había extendido prácticamente por todo su cuerpo, llegó un barco al frente del cual iba el capitán que lo condujo a Hawai. Quería confesarse con él. Al final de su vida fue calumniado y criticado por cercanos y lejanos. Él decía: «¡Señor, sufrir aún más por vuestro amor y ser aún más despreciado!». Murió el 15 de abril de 1889. Dejaba a sus enfermos en manos de Marianne Cope. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de junio de 1995.Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.

martes, 9 de abril de 2013

Dios no es un azar: Reflexión desde una advertencia de Papa Francisco


Los horóscopos y demás agüeros
Reflexión desde una advertencia de Francisco papa
Por Jose Antonio Varela Vidal

ROMA, 08 de abril de 2013 (Zenit.org) - Días atrás, el papa Francisco recordó que la salvación no está en los brujos, ni en los magos, y menos aún en videntes. Ha dicho aquello porque es consciente de que esta realidad late muy fuerte en la vivencia mágico-religiosa de muchos creyentes, complicando las cosas al momento de crecer en la fe. Quizás se refería también a los que leen y dependen de los horóscopos…
¿Qué sería de algunos si no existieran los horóscopos? Este tipo de adivinaciones han acompañado a la humanidad casi desde su inicio; los descifradores de las estrellas (astrólogos) siempre conseguían trabajo rodeando a monarcas, califas y quizás a algunos papas.
No había navegante o jefe militar que se aventurara sin saber en qué posición estaban los astros, y si su estrella favorita estaba lo suficientemente luminosa como para confiar en su protección. Hay quienes dicen que reyes y presidentes contemporáneos siguen teniendo de estos consultores, y en algunos casos más requeridos que sus propios ministros y asesores…
Es evidente que los astros tienen influencia en algunos fenómenos de la naturaleza como los océanos, que se alteran cuando la luna está llena; el cuarto creciente es buena época para la agricultura, y la luna nueva para la pesca. ¿Quién no ha tenido un animalito que en tiempos de luna llena se angustia, a veces aúlla, y hay que cuidarla para que no salga a la calle y se tope con otros perros vagabundos en busca de “celosas”?
La “mala suerte”
Realmente parace que los astros y las estrellas tienen una incidencia en toda la creación. Sería necio negarlo a rajatabla y aunque la astronomía (no confundirla con la astrología=desciframiento, adivinación) es una verdadera ciencia, esta no pretende decir –ni un científico como Pitágoras o Galileo lo procuraron--, que tales posiciones o influencias afectan nuestro entorno (incluido el temperamento y el estado de ánimo).
Mucho menos aún, que pueda regir la “suerte” de los que nacieron en esos días o a marcar un temperamento rígido de quienes dieron su alarido de nacidos en el “periodo” de tal o cual signo del zodiaco. Esto es finalmente una afirmación audaz y resulta una rentable charlatanería, especialmente si tomamos en cuenta que muchos de nuestros amigos que son gemelos o mellizos (nacer más próximos, imposible), son tan diferentes y disímiles en casi todos los casos: agua y aceite los llaman algunos; luz y sombra, otros.
Esto lo hemos constatado los que conocemos tales casos excepcionales de la naturaleza, ya que acostumbran a tener aficiones, gustos opuestos, temperamentos antagónicos y hasta “suerte” contraria.
Vivir sin aire
Volviendo a nuestra pregunta inicial, cabe suponer que muchos no “funcionarían” si los horóscopos desaparecieran por completo; fulana no saldría de su casa pues no atinaría a qué hacer sin el consejo del horóscopo; zutano no sabría qué color escoger ni qué número de la lotería comprar, ni a qué cábala rendirse.
Por otro lado, menganito sería una total inutilidad porque en el periódico, en la revista o en la radio no tendría trabajo, ya que no habrían consejillos ni advertencias que escribir e inventar; y ni qué decir de perengana, que andaría mordiéndose las uñas porque las ventas de su puesto esotérico bajaron y ya nadie compra ni perfumes ni dijes de la suerte…
Es decir, pobre del consumidor dependiente de estas “seguridades”, y también para el chino, el maya o el inca inventores de ciertos horóscopos para la venta masiva.
Es el mismo cuento para el Tarot, la lectura de la mano, del cigarro o de las hojas de coca y del café, entre otros negocios que se han convertido en parte de la sociedad del “cuentazo”. Es increíble cómo algunos pueden creer que su “suerte” se asemeje a los miles que nacen el mismo día en un país, lo que resulta risible si lo elevamos a la cifra mundial…
Aunque la Iglesia ha “tipificado” años atrás, el pecado de la entrega confiada a la lectura de los horóscopos, estas costumbres siempre fueron consideradas como algo desacertado y su dependencia hasta pecado mortal. Es jugarle a Dios a dos caras: leo mi horóscopo o las cartas para asegurar mi futuro, y tomar decisiones precavidas “por si Dios falla”.
La Biblia lo dice claramente en Deuteronomio 18, 10-12, y hay pasajes en los que Isaías desafía a astrólogos babilonios de la época por ser “adoradores de los cielos” (cd. Is. 47, 13-15).
Dios no es un azar
El creador no solo es lo contrario a la “suerte”, sino que es la Roca firme, el dueño de las vidas de los hombres, el que camina a su lado y el del salmo 139.
Entonces con tamaña seguridad y compañía, ¿para qué un horóscopo, un amuleto o un baño con hierba de ruda? ¿Por qué rechazar a Dios con tal desconfianza? Basta saber que “Él dispone todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rom. 8,28).
Conviene mirar más bien los astros –incluidas las estrellas--, y rendirse con humildad ante el Creador, admirar su obra y agradecerle continuamente. Dios siempre se ha mostrado celoso, no hay razón para pensar que hoy no sienta lo mismo: celo para que no se sirva a dos señores, y para que el hombre lo ame sobre todas las cosas.
Es un Dios que vela para que el hombre lea y entienda sus enseñanzas, y no para que este gaste su plata y su dignidad en hacerse leer las manos o los horóscopos.