San Damián de Molokai
(Jozef van Veuster)
«Un ángel en el infierno»
Por Isabel Orellana Vilches
MADRID, 15 de abril de 2013 (Zenit.org) - Ante su vida enmudecen las
palabras. Porque este gran apóstol de la caridad, que no abandonó a sus
queridos enfermos, murió como ellos dando un testimonio de entrega conmovedor.
Vino al mundo en Tremeloo, Bélgica el 3 de enero de 1840. Tenía manifiesta
vocación para ser misionero. En las manualidades infantiles incluía de forma
predilecta la construcción de casas que recuerdan a las que ocupan los
misioneros en la selva. Su hermana y él abandonaron el hogar paterno con el fin
de hacerse ermitaños y vivir en oración. Para gozo de sus padres, la aventura
terminó al ser descubiertos por unos campesinos. Cuando tenía edad suficiente
para trabajar, ayudó a paliar la maltrecha economía doméstica empleado en
tareas de construcción y albañilería. También sabía cultivar las tierras. Era
un campesino, y ese noble rasgo se apreciaba en su forma de actuar y de hablar.
Tenía por costumbre realizar la visita al Santísimo y un día mientras se
hallaba en su parroquia escuchó el sermón de un redentorista que decía: «Los goces de este mundo pasan
pronto... Lo que se sufre por Dios permanece para siempre... El alma que se
eleva a Dios arrastra en pos de sí a otras almas... Morir por Dios es vivir
verdaderamente y hacer vivir a los demás». En 1859 ingresó en la Congregación
de Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y de María de Lovaina.
Admiraba a san Francisco Javier y le pedía: «Por favor, alcánzame de Dios la
gracia de ser un misionero como tú». La ocasión llegó al enfermar
su hermano, el P. Pánfilo, religioso de la misma Orden, que estaba destinado a
Hawai. Él iba a sustituirlo. A renglón seguido aquél sanó, favor que el santo
agradeció a María en el santuario de Monteagudo. Ese día se despidió de sus
padres a los que no volvería a ver. Inició el viaje en 1863. Fue una travesía
complicada. Tuvo que hacer de improvisado enfermero asistiendo a los que se
indisponían. Entre todos los pasajeros se fijó especialmente en el capitán del
barco. Éste reconoció que nunca se había confesado, asegurando que con él habría
estado dispuesto a hacerlo. Damián no pudo atenderle porque no era sacerdote,
pero años después lo haría en una situación dramática inolvidable. Fue ordenado
en Honolulu. Después, enviado a una pequeña isla de Hawai, su primera morada
fue una modesta palmera. Allí construyó una humilde capilla que fue un remanso
del cielo. Se convirtieron casi todos los protestantes. Comenzó a asistir a los
enfermos; les llevaba medicinas y consiguió devolver la salud a muchos. En esa
primera misión advirtió la presencia de la lepra, una enfermedad considerada
maldita, una de cuyas consecuencias era el destierro. Los enfermos del lugar
eran deportados a Molokai donde permanecían completamente abandonados a su
suerte. Sus vidas, mientras duraban, también iban carcomiéndose en medio de la
podredumbre de las miserias y pecados. Enterado Damián de la existencia de ese
gulag en el que yacían desasistidas tantas criaturas, rogó a su obispo Mons.
Maigret que le autorizase a convivir con ellos. El prelado, aún estremecido por
la petición, se lo permitió. Damián no era un irresponsable. Sabía de sobra a
lo que se enfrentaba, y dejó clara la intención que le guiaba: «Sé que voy a un perpetuo destierro,
y que tarde o temprano me contagiaré de la lepra. Pero ningún sacrificio es demasiado
grande si se hace por Cristo».
Llegó a Molokai en 1873. Le recibió un enjambre de rostros
mutilados. El lugar, calificado como un «verdadero infierno», estaba maniatado
por desórdenes y vicios diversos, droga para asfixia de su desesperación. Le
acogieron con alegría. Con él un rayo de esperanza atravesó de parte a parte la
isla. No hubo nada que pudiera hacer, y que dejara al arbitrio. Lo tenía
pensado todo. Puso en marcha diversas actividades laborales y lúdicas. Incluso
creó una banda de música. Con su presencia desaparecieron los enfermos
abandonados. A todos los atendía con paciencia y cariño; les enseñaba reglas de
higiene y consiguió que, dentro de todo, fuese un lugar habitable. A la par
enviaba cartas pidiendo ayuda económica, que iba llegando junto con alimentos y
medicinas. Era sepulturero, carpintero de los ataúdes y fabricante de las
cruces que recordaban a los fallecidos. Además, hacía frente a los temporales
reconstruyendo las cabañas destruidas. El trato con los enfermos era tan natural
que les saludaba dándoles la mano, comía en sus recipientes y fumaba en la pipa
que le tendían. Iba llevando a todos a Dios. Las autoridades le prohibieron
salir de la isla y tratar con los pasajeros de los barcos para evitar un
contagio. Llevaba años sin confesarse y lo hizo en una lancha manifestando sus
faltas a voz en grito al sacerdote que viajaba en el barco contenedor de las
provisiones para los leprosos. Fue la única y la última confesión que hizo
desde la isla. Un día se percató de que no tenía sensibilidad en los pies. Era
el signo de que había contraído la lepra. Escribió al obispo: «Pronto estaré completamente
desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy
sereno y feliz en medio de mi gente». Extrajo su fuerza de la
oración y la Eucaristía: «Si
yo no encontrase a Jesús en la Eucaristía, mi vida sería insoportable».
Ante el crucifijo, rogó: «Señor.
por amor a Ti y por la salvación de estos hijos tuyos, acepté esta terrible
realidad. La enfermedad me irá carcomiendo el cuerpo, pero me alegra el pensar
que cada día en que me encuentre más enfermo en la tierra, estaré más cerca de
Ti para el cielo». Cuando la enfermedad se había extendido
prácticamente por todo su cuerpo, llegó un barco al frente del cual iba el
capitán que lo condujo a Hawai. Quería confesarse con él. Al final de su vida
fue calumniado y criticado por cercanos y lejanos. Él decía: «¡Señor, sufrir aún más por vuestro
amor y ser aún más despreciado!». Murió el 15 de abril de 1889.
Dejaba a sus enfermos en manos de Marianne Cope. Juan Pablo II lo beatificó el
4 de junio de 1995.Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.
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